Amorós señala que muchos de los cambios que supuestamente ocurren, son sólo apariencia. Para este teórico anarquista, las sociedades se enfrentan a un momento en el que hace falta desmontar todo el sistema capitalista con tal de crear nuevos modos de relación.
Escuchar y leer al pensador libertario Miguel Amorós es conectar directamente con el pensamiento crítico contemporáneo más lúcido y radical, y equivale a recibir mazazos contra las creencias y los supuestos que, en apariencia, cuestionan a la sociedad moderna. Una y otra vez, Amorós desmonta las posturas que pretenden ser una crítica al capitalismo: ni en el desarrollo sustentable ni en el decrecimiento ni en la alternativa basada en el movimiento obrero ni, mucho menos, en las opciones “ciudadanistas” o en el pensamiento débil nutrido del posmodernismo, encuentra opciones para salir de la catástrofe capitalista. La moderna sociedad capitalista es una máquina productora de nocividades de la que sólo es posible salir desmontando todo el sistema y creando otras relaciones sociales.
Amorós propone que un movimiento subversivo, capaz de hacer cambios revolucionarios, debería tener una orientación antidesarrollista, desestatizadora, desindustrializadora y autónoma. Las grandes ciudades deberían desurbanizarse, pues la urbe actual es un territorio que produce “amontonamientos de masas solitarias” que buscan la seguridad, pero son incapaces de ganarse la libertad. Los sujetos de este posible cambio revolucionario ya no serán las masas obreras y sus aliados, sino los marginados del Estado y el capital, así como los campesinos tradicionales y las comunidades indígenas del mundo.
La de Amorós es una crítica total a la modernidad capitalista, y esa crítica se nutre del pensamiento libertario, de teóricos de izquierda no ortodoxos, del pensamiento crítico del sistema técnico capitalista, de la Internacional Situacionista y, especialmente, de su paso y su militancia en las luchas obreras españolas de fines de los años setenta, así como en el movimiento antinuclear y ecologista, cuya síntesis fue el colectivo Enciclopedia de las Nocividades, donde trabajó junto a Jaime Semprun, entre otros pensadores-militantes, a principios de los años ochenta.
El pensamiento de este historiador y militante anarquista español nacido en Alcoy, Alicante, en 1949, encontró resonancia en la visita que Amorós hizo a Guadalajara en noviembre pasado, con el auspicio de la Cátedra Jorge Alonso, patrocinada por la UdeG y el CIESAS. Su libro más reciente, Contra la nocividad. Anarquismo, antidesarrollismo, revolución, fue publicado por Grietas Editores, del Centro Social Ruptura de Guadalajara, en el marco de esa visita.
R. M. Ha dicho que vivimos en un mundo dominado por la crisis de la “sociedad industrial-desarrollista”. ¿Cómo se manifiesta esta crisis?
M. A. En la última fase, la crisis es global; entonces se manifiesta en todos los terrenos: como crisis económica, como crisis energética, como crisis ecológica, como crisis demográfica, como crisis de la cultura, como crisis política… Es decir, es una crisis múltiple. Tiene varias facetas. Es general.
R. M. También ha afirmado que la moderna sociedad capitalista se ha convertido en una productora de nocividades. ¿Podría desarrollar esta idea?
M. A. Bueno, siempre el otro lado del supuesto beneficio que da la mercancía es el oculto perjuicio, la nocividad siempre es la cara oculta de la mercancía. Lo que pasa es que, en un momento determinado del desarrollo capitalista, las fuerzas productivas son sobre todo fuerzas destructivas, o son más destructivas que productivas, y es cuando la nocividad se hace manifiesta. Nocividad es un término que tradujimos de un neologismo inglés adaptado al francés, nuisance, que quiere decir todo aquello que perjudica, molesta, estorba. Nocividad quiere decir: los efectos nocivos sobre el medio ambiente, sobre la personalidad humana, sobre la convivencia, sobre las ciudades…
R. M. La destrucción de vínculos sociales…
M. A. Sí, sería una nocividad clara; también la burocratización del mundo, el desarrollo de las energías nucleares y especialmente todo lo que es nocivo para a la salud. Pero, en fin, nocividad es un concepto amplio que se ha utilizado, precisamente, para caracterizar el principal rasgo de la producción moderna.
R. M. ¿Qué tipo de nocividades está produciendo la moderna urbe capitalista?
M. A. Estamos en un mundo que se encamina a ser cien por cien urbano, es decir, a concentrar a toda la población en sistemas urbanos, en megalópolis. Una ciudad como Shanghái lo es. Es una región metropolitana enorme, no sabes dónde se termina; o la Ciudad de México, o Tokio, o São Paulo. Las ciudades son cada vez más extensas, las ciudades ya no son ciudades: son no-ciudades, más bien, porque el tipo de vida más o menos colectivo que mantenían ha desaparecido. Cada vez más son aparatos gigantescos que despilfarran energía, que despilfarran alimentos, que necesitan un abastecimiento enorme en todo, pero a la vez son el lugar apto para hacer los negocios. En el capitalismo global una ciudad que tenga menos de 100 mil habitantes no es viable, económicamente es una ruina. Entonces, estas pequeñas ciudades pasan a ser satélites de otras más grandes. Ya no se puede hablar propiamente de ciudad a menos de 40 kilómetros de una metrópolis, por ejemplo, aquí, en Guadalajara, digamos por ejemplo, El Salto; bueno, ésta es una ciudad en la que ya no existe la sociabilidad que antes existía, no hay tejido social. Lo que hay son amontonamientos de masas solitarias. Hay una atomización, y con ella se producen efectos psicológicos típicos: la gente enferma, la falta de comunicación se vuelve psicopatía, neurosis, depresión. Este tipo de enfermedades crece mucho. Y, después, la alimentación industrial: ahora nos enteramos de lo que contienen los aditivos alimenticios, los detergentes, las nuevas gasolinas, los nuevos combustibles, porque los respiramos, nos alimentamos con ellos y luego lo pagamos con enfermedades cardiovasculares y cáncer. En un futuro ya presente casi todo el mundo “desarrollado” morirá de cáncer, de un ataque al corazón o de derrame cerebral, cuando no de accidente de coche o suicidio. Estamos condenados a esto.
R. M. Y, al ser las ciudades espacios privilegiados para la acumulación y para el beneficio privado, ¿podrían serlo también para la emancipación y la libertad?
M. A. No, no puede ser un espacio de libertad una ciudad como ésta. Un espacio de libertad es un espacio capaz de autogobernarse, de tener autonomía; haría falta, por lo menos, que la gente que habita ese espacio se conociese y se relacionase. Esto no pasa en una ciudad grande, pero sí que pasaba en los barrios, y por eso la clase obrera no se entiende como clase sino viviendo en las barriadas. Hoy en día, las barriadas pobres todavía mantienen un espíritu comunitario —aunque sea de estricta supervivencia, y no siempre–. Pero, en general, los comportamientos en una gran ciudad son totalmente anónimos y aislados. Lo que se está produciendo es una falta de empatía, es decir, una indiferencia total hacia el otro. Si ves al otro padeciendo, a ti te da igual. No sufres tú con él. Esto es un fenómeno nuevo. El ser humano se caracteriza por la humanidad, y la empatía era la muestra de esa humanidad: cuando veías dolor, pues te compadecías. Hoy en día impera la ley de la selva: no es una guerra de clases, es una guerra de todos contra todos. Esto no se da en las comunidades, todo lo contrario, pero sí que se da en las ciudades actuales. No al cien por cien, y por supuesto no en la misma proporción en las ciudades latinoamericanas que en las europeas o en Japón, ahí es peor todavía. Fenómenos anómicos de este tipo se están desarrollando, van a más, y eso hace que una ciudad sea, desde el punto de vista de la salud física y mental, inviable. Esa sensación de ahogo, de soledad, no se experimenta en el campo, se experimenta en la ciudad.
R. M. Políticamente esto tiene un impacto enorme, porque esta ausencia de empatía y vínculos facilita la dominación.
M. A. Claro. A ver, los que viven en soledad son miedosos. Ellos aprecian la seguridad, no la libertad. Conocen solamente la vida privada, atomizada; ni se imaginan una vida pública, colectiva, verdaderamente en común y solidaria.
R. M. ¿Qué opina del ciclo de gobiernos progresistas en América Latina al comienzo de este milenio?
M. A. El desarrollo capitalista era imposible con la oligarquía tradicional; entonces, estos gobiernos populistas han garantizado la pervivencia y el desarrollo del capitalismo, lo han compatibilizado con una cierta inversión en el bienestar de las clases populares, las cuales se han beneficiado, dentro del capitalismo, de mejor asistencia, de ayudas, de educación, de sanidad, etc. Han modernizado el Estado y la asistencia social de acuerdo con las pautas capitalistas actuales. Esto no lo podía haber hecho la oligarquía. Esta casta caudillista, cuando está en el poder se separa, controla a las clases populares a través de la cooptación de sus representantes, y entonces se convierte en una casta estatal-técnica, que es la que dirige a estos países progresistas, orientados hacia un desarrollo capitalista, que viven realmente de la exportación —como los otros, como la antigua oligarquía—. Vaya, no exportan carne o café: exportan minerales, pasta de celulosa, combustibles, soja, etc. Es una casta extractivista que está jugando el mismo papel que la burguesía oligárquica de antes, pero, salvo en Venezuela, con mejores resultados. El modelo político de la oligarquía anterior se había agotado, así que esta casta va en esa dirección. Esta casta política ha propiciado que el capitalismo latinoamericano se modernice.
R. M. Ante el fracaso del liberalismo y de la izquierda ortodoxa/vanguardista emergen opciones políticas supuestamente ciudadanas. Usted las ha criticado. ¿Por qué razón?
M. A. El desarrollo económico que ha propiciado el extractivismo (la explotación intensiva del territorio) ha elevado el nivel adquisitivo de sectores de la población; ha erradicado el hambre —o en gran parte lo ha hecho—; ha creado o mejor, extendido, la clase media. Una clase media que, sobre todo, deriva de la burocratización estatal, del funcionariado, de los empleados públicos de grandes empresas y bancos, etcétera. Si en América Latina esa clase media es de entre 30 y 35 por ciento, en Europa es el 80 por ciento. Aquí la clase media es pequeña todavía, está por desarrollarse y está al lado de las clases populares. Esa clase media es populista. No es conservadora, como ahora en Francia o Alemania, por ejemplo. Esa clase media es de izquierdas. Claro, es de izquierdas de mentira. La clase media nunca es realmente de izquierdas, no quiere hacer ninguna revolución, ni siquiera ningún cambio profundo dentro del régimen. Lo que quiere es conservar su nivel adquisitivo, que las crisis actuales no le afecten como ha pasado con las crisis de las hipotecas, con las del sector inmobiliario, con las crisis bancarias en Europa. La solución basada en políticas neoliberales, condenaba a estos sectores intermedios al hambre, como en tiempos de los nazis, cuando las clases medias empobrecidas fueron la base del partido fascista. Aquí son la base de nuevos partidos socialdemócratas, los que llamo “ciudadanistas”, porque reproducen un lenguaje que no tiene nada que ver con el lenguaje proletario, con clases, con socialismo, con expropiación, con autogestión: no utilizan ese tipo de lenguaje.
R. M. Respecto al caso de Podemos, en España, usted ha dicho que “en lugar de cambiarlo todo, han venido a reforzarlo todo”. Es decir, han venido a darle una bocanada de legitimidad al sistema político.
M. A. Sí, ellos, desde la televisión, criticaban el sistema, pero han pasado a formar parte de él y lo están demostrando. Lo que hace Podemos —y es lo que hizo Syriza [en Grecia,] lo que hace el bloque de izquierdas portugués o Mélenchon en Francia— es posturear y desmovilizar. Podemos y los demás partidos -las confluencias municipalistas, los “comunes”, etc.- lo que han hecho es desarmar, desorientar y desmoralizar. El núcleo central de Podemos es estalinista, pero bastantes de los nuevos militantes son profesionales desempleados que venían del movimiento vecinal, del movimiento contra los desahucios, del activismo light, del ecologismo moderado…
R. M. ¿Del movimiento del 15 de mayo de 2011?
M. A. No, el 15M eran estudiantes que protestaban porque iban directos de cabeza al paro. Los del 15M se quejaban porque los partidos no les representaban y entonces querían uno que les representase. Podemos se presenta como un partido de éstos, de la ciudadanía, de los que prefieren votar a luchar, pero lo que ha hecho es enquistarse simplemente en el régimen seudoparlamentario, atrayendo a todos los aventureros rebotados de todos los partidos, incluido el anarquista. Ellos, en general, siguen la línea del apoltronamiento. Ya han pasado de luchar contra la casta política a luchar sólo contra el partido de la derecha, contra el Partido Popular: ahora son ellos mismos casta.
R. M. ¿Qué fundamentos tiene un pensamiento crítico radical en estos tiempos tan difíciles?
M. A. De líneas de pensamiento no somos pobres. Tenemos mucho pensado antes, no sólo los clásicos —Fourier, Mijaíl Bakunin, Karl Marx, Piotr Kropotkin, Pierre-Joseph Proudhon, Landauer, Rosa Luxemburg, Anton Pannekoek, Karl Korsch, Georg Lukács- Hay toda una serie de pensadores anarquistas, socialistas y marxistas que han desempeñado un papel, y no es que toda su obra sea asumible hoy, pero han formado parte de ese pensamiento emancipador, por decirlo de alguna forma, que conectaba la clase obrera con la realidad.
R. M. ¿Y las contradicciones, el antagonismo social, la lucha de clases…?
M. A. Claro, las contradicciones y lo demás. En el momento en que retrocede el movimiento social, el pensamiento no retrocede. Continúa en dos direcciones: una, artística, a través del expresionismo, el dadaísmo, el surrealismo, el situacionismo (la última de las grandes vanguardias); y, por el lado de la sociología crítica y de la filosofía, están la Escuela de Frankfurt, Lewis Mumford y toda la escuela norteamericana de planificación territorial, Gunther Anders y Walter Benjamin, filósofos y pensadores que han aparecido, que estaban ocultos y que no son clasificables en escuelas como Jacques Ellul, que es muy importante para el análisis de la tecnología y su función. Sí que tenemos un bagaje teórico para formarnos suficientemente. Lo que pasa es que éstos son pensadores cuyo trabajo quedó separado de un movimiento obrero demasiado débil para apropiárselo y utilizarlo. Hay antropólogos, como Marcel Mauss y Pierre Clastres, que revalorizaron mucho las experiencias indígenas. Pero falta una visión unitaria. Este pensamiento evoluciona en instituciones aisladas, se desconecta de los movimientos sociales. Estos quedan colonizados por el pensamiento anterior periclitado: por el anarquismo doctrinario, por el leninismo, por el estalinismo, por el nacionalismo, ideologías muertas pero que fuerzan, hacen que los movimientos sean muy pragmáticos y también muy sectarios a la hora de definirse.
R. M. Un proyecto revolucionario en la actualidad ya no tendría como sujeto central a la clase obrera. “Hoy en día el obrero es la base del capital, no su negación”: es una cita suya. ¿Cómo se puede prefigurar una revolución? Si es que es posible.
M. A. Hombre, yo creo que existen elementos subversivos; no diría revolucionarios, porque no hay revolución si no hay conciencia, y tardará mucho en llegar a las masas que un pensamiento hoy por hoy alejado de ellas. Faltan bastante las organizaciones mediadoras, los debates, las publicaciones, los conferenciantes, los articulistas, los periodistas; falta todavía un pensamiento formativo y, sobre todo, faltan lectores y animadores que no se dejen sobornar. Pero está claro que existen dos factores a tener en cuenta en la conformación de un sujeto revolucionario que se constituya en un mundo aparte dentro de este: los excluidos del mercado laboral o los automarginados; los que, aunque no estén excluidos, lo abandonan y se ponen a vivir al margen; y las clases campesinas no industrializadas. Las clases campesinas tradicionales, no sólo indígenas, sino también pobladores, comuneros, o simplemente agricultores, sin tierra, con tierra, con poca tierra… son el eje de la defensa del territorio, la lucha de clases del siglo XXI
R. M. Ésos serían sus sujetos, pero ¿qué contenidos tendría un proyecto revolucionario radical en este momento?
M. A. Yo pondría una orientación, más que un contenido. Un movimiento revolucionario, antidesarrollista, debería tener una orientación descolonizadora, tendría que dirigirse hacia lo local, una orientación desestatizadora, desindustrializadora y autónoma. Es decir, reforzar en esta fase una sociedad horizontal, integral en el sentido de que todas las actividades formarían parte de un todo (la política, la economía, el aprendizaje, la cultura…). Horizontal pues, autónoma, integrada, fraternal, equilibrada, igualitaria, antipatriarcal y descentralizada.
R. M. ¿Es optimista respecto a las posibilidades de alcanzar ese horizonte, pese a la barbarie en la que estamos metidos?
M. A. Hay gente que piensa así. Me siento inclinado a pensar que hay colectivos susceptibles de orientarse en esta dirección. Claro, cuando hablas de relocalizar, desindustrializar, ruralizar o desurbanizar en abstracto, es difícil hacerte entender. Y yo no digo que el cambio será de la noche a la mañana, sino simplemente marco una orientación: vamos en pos de un reequilibrio de las ciudades con el campo, un desmantelamiento de las aglomeraciones urbanas, de las industrias, de la gran distribución —esto implicaría tipos de producción y de suministro alternativos—, de los medios de comunicación de masas, de los aparatos represivos y judiciales, de las administraciones… Son procesos contrarios a la dinámica dominante que se darán en un periodo de transición, porque el capitalismo ha destruido tanto, que reconstruir una sociedad equitativa en libertad, sin Mercado y sin Estado, va a costar muchísimo.
Rubén Martín es periodista independiente del diario El Informador y del portal El Economista, Guadalajara, México. La entrevista fue realizada a mediados de noviembre de 2017.