Hebra no es un proyecto evasivo. No queremos rehuir la sociedad que nos ha tocado vivir, sino reconstruirla desde la base, erradicando toda opresión y toda desigualdad. Pero transformar no significa olvidar, sino recuperar todo aquello que la humanidad ha creado de forma constructiva, que contribuye a nuestro crecimiento, nuestro bienestar o nuestro placer, y rechazar todo lo que crea la desigualdad, la violencia y la destrucción de nuestro entorno. Muchas civilizaciones, a pesar incluso de los crueles sistemas de opresión en los que vivieron, nos hicieron grandes aportes en la cultura, las ciencias, la literatura, las artes… La sociedad debe evolucionar, la era del capitalismo ha de terminar para poder así construir un mundo nuevo. Pero para ello, primero, hemos de salir del laberinto.
Dédalo, primo de Teseo, era un excelente escultor, arquitecto e ingeniero de Atenas. Teseo era hijo de Egeo, rey de Atenas y de Etra, hija del rey de Trecén, donde vivían. Poco antes del nacimiento de Teseo, Egeo decidió volver a Atenas, pero antes dejó para su futuro hijo su espada y sus sandalias bajo una gran roca, pronosticando que de mayor Teseo movería la roca, tomaría las sandalias y la espada e iría con ellas a Atenas, y así él le reconocería. Así fue, en efecto. Teseo creció y recorrió un largo camino hacia Atenas, en el que se enfrentó a varios gigantes y monstruos a los que venció, y fue por ello considerado un gran héroe.
Al llegar a Atenas, Medea, la nueva esposa de su padre, temió que Teseo ocupara el trono que ella quería para su hijo, así que intentó envenenarle, pero sin éxito. Al ser descubierta fue desterrada de Atenas.
Tenía Dédalo muchos talleres por la ciudad, en los que trabajaban sus aprendices. Uno de ellos era su sobrino Talo, de gran ingenio y capaz de inventar objetos y herramientas como la rueda de alfarero o la sierra de mandíbula de serpiente. Dédalo se irritó de envidia por el éxito de Talo y se cuenta que un día en que trabajaban en la Acrópolis lo despeñó desde una roca. Dédalo fue por ello desterrado de Atenas y marchó con su hijo Ícaro hacia Cnosos, una ciudad de la isla de Creta, de donde era rey Minos, quien lo acogió con todos los honores por su gran fama de escultor e ingeniero.
Pero ninguna de sus construcciones llegó a ser tan famosa y admirada como el laberinto de Cnosos, una maraña inextricable de paredes altísimas que ocupaba varias hectáreas de terreno. El diseño era tan complicado que nadie lograba encontrar el camino de salida entre aquellos pasillos tortuosos. Fue construido para el Minotauro, una espantosa criatura que había nacido de la unión de Pasífae con un toro blanco. Era el Minotauro un monstruo mitad hombre y mitad toro que vivía en el centro del laberinto y solo se alimentaba de carne humana.
Para saciar su hambre, todos los años le sacrificaban siete muchachos y siete muchachas de las ciudades dominadas por el rey cretense. A Atenas, que debía pagar su terrible tributo cada nueve años, le tocó el turno muy poco después de la llegada de Teseo. Este se ofreció voluntario a dar su vida, si era necesario, aunque estaba decidido a venderla cara.
Terrible y clara es la analogía entre el laberinto de Cnosos y aquel en el que nos encontramos, en el que hemos nacido y del que no podemos escapar. Un monstruo que nos atrapa y nos esclaviza y que, para sobrevivir, devora personas. El capitalismo no se ha construido en dos días; es el resultado de siglos de refinamiento de un sistema atroz que somete a millones al yugo para que unos pocos vivan como reyes. Ha evolucionado y se ha adaptado como la grotesca criatura que es. Ha creado infinitas redes y relaciones de poder que se alzan para hacer que nos sea imposible encontrar la salida.
La nave que transportaba las víctimas a Creta llevaba la vela negra en señal de luto, tanto a la ida como a su trágico regreso, pero Teseo, seguro de volver victorioso, anunció a su padre que volvería con una vela blanca, para que conociera su éxito.
En cuanto Teseo llegó a Creta se enamoró de Ariadna, la hija del rey, y ella decidió hacer lo posible por salvarle. Sabía que Dédalo era primo de Teseo y acudió a él inmediatamente.
Dédalo le dijo que el feroz Minotauro podía ser vencido por un hombre valiente y dispuesto a luchar. Muchos se habían dejado dominar por su aspecto monstruoso y su mala fama. Solo se le podía matar atravesándole el cerebro con uno de sus afilados cuernos, aunque desconocía el modo de conseguirlo. Sí sabía en cambio cómo poder salir del laberinto. Dio a Ariadna un ovillo de hilo de seda. Teseo solo tendría que atar una punta del hilo a la entrada e ir devanando el ovillo a medida que avanzara por entre los pasadizos hasta llegar al centro, donde el Minotauro aguardaba su presa. Si sobrevivía a la lucha, no tendría más que volver a enrollar el hilo y se encontraría en el exterior.
El día del sacrificio, Ariadna acompañó a Teseo hasta la entrada del laberinto y ella misma ató un cabo del hilo al dintel de la puerta, dejando el ovillo en el suelo. Teseo llegó hasta el centro del laberinto devanando su hilo. Allí se enfrentó al Minotauro y consiguió vencerle arrancándole un cuerno y clavándoselo en la frente a modo de venablo. Después salió siguiendo el hilo de Ariadna y embarcó con el resto de jóvenes llevando consigo a la princesa.
Más allá de la historia mitológica, del clásico cuento helénico de dioses, reyes y héroes, Hebra toma la fantástica simbología de esta leyenda en la que, para vencer a la obra más portentosa y maléfica creada por los seres humanos, se utiliza un simple e inapreciable hilo de seda (de oro, según las versiones). Así pues, no somos más que una brizna, un hilo que ha de ser la herramienta para salir del laberinto. Una hebra que, unida a muchas otras, crearán una red que se rebelará para destruir esta indigna prisión.
Descubierto el engaño, Minos encerró a Dédalo con su hijo en el laberinto. Pero Dédalo no era un hombre corriente. Con un palo y una correa de cuero se hizo un arco y con él mató dos águilas. Con sus plumas hizo unas alas para él y su hijo, fijándolas a una ligera armadura y pegándolas con cera. Al amanecer se pusieron las alas y levantaron el vuelo sobre el laberinto. Dédalo advirtió a Ícaro que no volara demasiado alto, pero éste no hizo caso. El Sol, cada vez más alto, derritió la cera que unía las plumas e Ícaro cayó sin remedio, hundiéndose en el Mar Egeo.
Teseo y Ariadna pasaron muchos días juntos, pero un día Teseo decidió que debía marcharse porque había soñado que ella se casaría con el dios Dioniso, como así ocurrió al poco tiempo. Dolorido, Teseo olvidó la promesa a su padre de anunciar su victoria con una vela blanca. Egeo, al ver la vela negra en el horizonte, incapaz de sobrevivir a tal pérdida, se suicidó. Y tras él, Teseo se convirtió en rey de Atenas.